JUBILADOS
Jubilopatías: cómo afrontar el final de la vida laboral
Desde el decreto presidencial de fines del 2005 que permitió jubilarse a los que habían quedado fuera del sistema, los registros de la ANSES estallaron con picos de hasta 10.000 nuevos ingresos por día. Sólo a lo largo de 2006 se dio el alta a 706.559 jubilaciones por el sistema de reparto y 46.346 por el de capitalización.
El año pasado se elevaron a 1.045.282 y 110.080 respectivamente y este año los números serán aún mayores. Esta transformación en el mapa de la jubilación argentina no equivale necesariamente a felicidad. La hora del retiro abre para muchos una etapa de angustias y de depresión. En diversos países del mundo existen programas para prevenir las llamadas jubilopatías. Los adultos mayores incluso han aprendido a generar movimientos sociales de enorme vitalidad. Pero envejecer en la Argentina es una historia muy distinta. Y no sólo porque la jubilación no alcanza.
El momento de la jubilación suele abrir, cuando se tienen los recursos, la posibilidad de concretar vocaciones frustradas o disfrutar del tiempo libre. Pero también puede significar lo contrario: un pase directo a las jubilopatías, estados de depresión, melancolía y ataques de pánico vinculados a la falta de trabajo.
En Estados Unidos y en varios países de Europa, donde los jubilados tienen un alto poder adquisitivo y militan en organizaciones políticas y de derechos de la tercera edad como las Panteras Grises, hace años que se implementan programas que coordinan las propias empresas para que su gente se adapte al retiro y, en los puestos jerárquicos, continúe vinculada a la organización con cargos honorarios. En nuestro país apenas si existen experiencias aisladas que no llegaron a afianzarse ni en el Estado ni en el sector privado.
La edad para jubilarse en la Argentina es de 65 para los varones y de 60 para las mujeres, salvo excepciones en algunas actividades puntuales. Pero no todos los trabajadores están apurados: en la mayoría de los casos, sobre todo entre profesionales de clase media y alta, el dejar de trabajar desata una crisis de identidad. La cultura contemporánea es la de la ecuación “somos lo que producimos” y dejar de producir supone reorganizar el tiempo y redefinirse como persona más allá del trabajo, la profesión o el status que se haya alcanzado.
“Cuando se quiebra una estructura tan fuerte como la de una red laboral –que no es sólo el trabajo, sino la disciplina cotidiana, la convivencia con los compañeros, la seguridad de hacer siempre lo mismo– y uno no está preparado, sobreviene la crisis”, dice el psicólogo Ricardo Iacub, especialista en mediana edad y vejez.
“Las generaciones que se están jubilando ahora están muy marcadas por el trabajo como eje central de la vida”, destaca Laura Bottini, de la Asociación Argentina de Gerontología. Son las segundas y terceras generaciones hijas de la inmigración, que crecieron al calor de una cultura del trabajo en la que el tiempo del ocio es muy poco valorado.
“A la gente que está empleada entre 8 y 10 horas en una institución, el retiro le cuesta mucho más que a los trabajadores free lance, los artistas o los que trabajan desde la casa y hacen un uso más flexible de su tiempo”, dice Bottini. Cuando la persona no está preparada para jubilarse se siente desterrada, se desvaloriza, el tiempo disponible “le pesa” y se angustia.
Salvo honrosas excepciones, la mayoría de las empresas y oficinas públicas del país carecen de políticas prejubilatorias, que preparen a sus empleados y directivos para el cese de tareas. En Estados Unidos y en varios países de Europa estas políticas son la regla desde hace años y se plasman en los talleres prejubilatorios, una serie de encuentros coordinados por psicólogos que comienzan hasta un año antes del retiro y en los que se estimula la generación de proyectos desvinculados de la actividad laboral, la búsqueda de nuevos intereses o el resurgimiento de aquellas actividades que quedaron relegadas en pos del trabajo.
En el área de Tercera Edad del gobierno porteño, pocos memoriosos recuerdan que alguna vez, hace unos cuantos años, hubo una experiencia piloto para implementar estos talleres con los empleados de la Ciudad. Los resultados fueron exitosos, pero los cambios de gestión fijaron otras prioridades y los prejubilatorios se perdieron en algún cajón.
En el sector privado la iniciativa tampoco prosperó; las empresas no ven rentabilidad en eso. Pero hay espacios que conforman excepciones. El Sindicato Único de Trabajadores de la Educación de Buenos Aires (Suteba), coordina este tipo de encuentros para los docentes agremiados desde hace dos años al igual que la empresa estatizada Agua y Saneamientos Argentinos (AySA), que desde el área de recursos humanos empezó a hacer lo propio con sus empleados.
En el Suteba, los encuentros son semanales y se organizan en las delegaciones de Quilmes, La Matanza y Morón. De esta manera, y pese al retiro, los jubilados mantienen su condición de agremiados y como tienen más tiempo libre que sus pares en actividad, son militantes activos en los reclamos del sector y al interior del sindicato. El 95% de las personas que asiste a estos talleres son mujeres, básicamente porque son mayoría en el sindicato, aunque en los cargos jerárquicos que las representan todavía prime la presencia masculina.
A diferencia de los centros de jubilados, donde las actividades suelen ser recreativas y turísticas, en los talleres del gremio se milita, se discute sobre política, se organizan marchas y se hacen trabajos de voluntariado. “Estos docentes son militantes del sindicato, muchos de ellos lo fundaron. No hay razón, entonces, para que el retiro les quite este lugar de pertenencia”, señala la psicóloga Irene Castro, especialista en gerontología y coordinadora de los encuentros.
“Es importante que la persona que se retira, se retire bien. Por ella, que está viviendo sus últimos años laborales, y por sus compañeros, que la acompañan en un proceso que en algún momento van a tener que atravesar”, advierte Castro. Y dice que todavía en el país, “son pocas las empresas, las obras sociales y los gremios que entienden este concepto e invierten en este tipo de espacios que además, son preventivos. Porque irse mal puede desencadenar problemas serios de salud”.
En AySA, el programa se llama “Nueva Etapa” y está destinado a todos los empleados de planta que están por jubilarse, desde los técnicos y los operarios hasta los jerárquicos. Es el primer año que se implementa y si bien la iniciativa es de la empresa –que hace poco volvió a la órbita del Estado–, tiene un fuerte respaldo del Sindicato de Trabajadores de Obras Sanitarias, que alentó su ejecución.
Según explican los voceros de AySA, las actividades empiezan un año antes del inicio de los trámites previsionales, unos dos años antes de la efectivización del retiro. El esquema de actividades es más formal que el de Suteba y más parecido a los talleres que se implementan en el exterior.
María Luisa Bonano tiene 56 años y es maestra jubilada de La Matanza. “Me jubilaron a los 47 –dice– y fue traumático. Me sentí como el Diego: me habían cortado las piernas”. María Luisa estaba muy enferma, necesitaba un transplante de riñón. Se anotó en la lista de espera del Incucai, consiguió el órgano y después de la operación, y de 23 años de docencia ininterrumpidos, empezó otra vida lejos de las aulas. “Tuve que adelantar mi jubilación por discapacidad –cuenta–. Y me costó mucho asumirlo. Era de las maestras que iba a buscar a sus alumnos a la casa cuando faltaban; así de comprometida estaba”.
Alguien la invitó a un centro de jubilados, pero llegó hasta la puerta y se fue. Pasaba la mayor parte del día sola o con su marido. Hasta que otra maestra jubilada le dijo, hace dos años, que se estaban encontrando en la filial de Suteba. Todas. Las que se fueron y las que se estaban por ir. “Y ahí si entré”, cuenta María Luisa y agrega que lo más importante para ella es formar parte del magisterio y del gremio, aunque no ejerza más. “Somos docentes, tenemos el mismo lenguaje –explica–. Estar con pares es otra cosa”.
Nilda Matos es una de esas “pares”, pero vive en Morón. Tiene 59 años y se jubiló a los 56, después de 38 años de trabajar en escuelas. “Me podría haber retirado a los 50, pero seguí. Mi marido había fallecido, uno de mis hijos se había ido a vivir a España… Seguí tres años más y cuando cumplí los 56 decidí que hasta ahí había llegado”. A Nilda el retiro le costó, pero menos de lo que imaginaba.
“La escuela fue una etapa hermosa, pero empecé otra y la verdad es que no la cambiaría”, comenta. En esta nueva etapa se levanta a las 9, disfruta más de su casa, de los mates de la mañana, y retomó sus estudios de francés y de gallego en la Universidad de Morón, y aprendió computación en unos cursos que da el municipio.
Lejos de la docencia y de la militancia, Daniel Barreta dirigió durante más de 20 años el departamento de ventas de una importante red de bazares y pasados los 63, se jubiló. “No es fácil”, dice, y acompaña la frase con algo de resignación. Acorralado por la edad, cambió las reuniones frenéticas con los proveedores, los almuerzos de trabajo y las tres líneas de celulares que atendía sin límite de horario, por el silencio de la siesta de su casa de Belgrano.
Daniel no planificó su retiro, “era algo en lo que prefería no pensar”. Pasados los primeros dos meses, en los que hizo algunos viajes, se reunió con amigos y se puso al día con la cartelera del cine, se deprimió. Terapia de por medio, hace dos años, redescubrió su fascinación por el tango, se volvió un asiduo bailarín en las milongas y este año va a asesorar a uno de sus hijos que heredó el gusto por el comercio y quiere abrir un negocio.
Las estadísticas indican que en Argentina, los adultos mayores superan el 14% de la población. En la Ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense, alcanzan el 21% y según las últimas proyecciones, en los próximos 10 años treparán al 25%. Pero los tiempos cambian: pasada la crisis que provoca el retiro del mercado laboral, cada vez más de los nuevos jubilados se anotan en una facultad, desarrollan vocaciones postergadas, emprenden proyectos solidarios y copan la temporada baja de las agencias de viaje.
El Centro Cultural Ricardo Rojas (CCRR), que depende de la Universidad de Buenos Aires, es un buen termómetro de este fenómeno que en el mundo se denomina “revolución gris”. El CCRR tiene, desde hace 21 años, un programa de talleres de extensión universitaria para mayores de 50 cuya matrícula pasó de los 300 inscriptos iniciales, a los 7.000 que cursaron el año pasado y las 8.000 vacantes, entre cursos anuales y cuatrimestrales, que se abrieron para el ciclo lectivo 2008. Los alumnos tienen entre 50 y 90 años; la edad promedio es de 65.
Uno de los alumnos de computación es un apasionado de la fotografía y empezó el curso para hacer ediciones digitales. Otro tiene a los hijos viviendo en el exterior y necesitaba contactarse con ellos vía mail. En el área de Letras, hay cursos de historia del arte precolombino, vanguardias del siglo XX, arte en la India. En Humanidades, se ofrecen talleres de filosofía griega, “Shopenauer hasta nuestros días”, “Pensamiento político argentino” y así. Son más de 250 cursos para más de 250 necesidades nuevas o añejas. De esas que se guardaban en el armario, porque el trabajo apremiaba. (CRÍTICA DE LA ARGENTINA)