Las ventajas y las desventajas de eliminar el IVA

Desde sectores disímiles se viene proponiendo la reducción o eliminación del IVA para los productos que integran la canasta básica de alimentos. Gran parte de los candidatos de la oposición empezó a sugerirlo cuando se les endilgó que ésta era una campaña sin propuestas y se presentaron proyectos de Ley en el Congreso.

Más allá de algunas dobles intenciones, quienes realizan esta propuesta se apoyan en la marcada regresividad del IVA, originada en la generalización de su base imponible implementada desde 1990 por Erman González y Domingo Cavallo y en el incremento paulatino de la alícuota desde el 15 por ciento (con una inicial reducción al 13 por ciento) hasta el 21 por ciento en el año 1995, tasa general que, con algunos cambios, perduró hasta la actualidad.

Con estas reformas, el IVA se convirtió en el impuesto insignia del Plan de Convertibilidad. En aquellos años, reclamar la vuelta al impuesto con sus bases y alícuotas anteriores implicaba cuestionar uno de los pilares del modelo imperante. Intentaremos dilucidar en estas notas cuál es la validez del planteo casi tres lustros después.

En su mayoría, las propuestas de modificación del IVA no aclaran que una proporción importante de los alimentos (junto a otros bienes y servicios como medicamentos, libros y la producción e insumos agrícolas, entre otros) tiene, actualmente, un tratamiento diferencial. Algunos tienen la alícuota reducida a la mitad, como las carnes rojas, el pan y demás productos de panadería, las frutas, las verduras, los granos y legumbres secas, la miel y la harina de trigo, y otros están exentos en la última etapa, esto es, la venta al consumidor final, como es el caso de la leche y el agua ordinaria natural.

Estos productos representan, en conjunto, el 45,2 por ciento de la canasta de alimentos del hogar promedio. Esta proporción se eleva al 55 por ciento en los hogares de los estratos pobres (el 40 por ciento de menores ingresos) y se reduce al 30,2 por ciento en el decil de mayores ingresos. Esta diferencia entre los hogares es aún más pronunciada si lo relacionamos al ingreso de cada hogar. Mientras en el estrato pobre estos productos explican el 28 por ciento de su ingreso, en el estrato rico lo hacen sólo en un 4,6 por ciento.

Quienes hacen la propuesta de reducir el IVA de los alimentos, ¿tienen en cuenta que más de la mitad de la canasta de alimentos que consumen los estratos pobres ya tiene un tratamiento diferencial? ¿Sabrán que éstos representan casi el 30 por ciento de sus ingresos? Otro interrogante sobrevuela estas propuestas: si se extendiera la exención del IVA, ¿se trasladaría al precio de venta al consumidor final? La primera respuesta que surge es algo trillada: dependerá de las características de cada mercado, en particular, del grado de concentración de la oferta y de la elasticidad de la demanda.

En el IVA el contribuyente legal o de jure tiene la posibilidad de trasladar la carga del impuesto al eslabón siguiente en la cadena de produccióncomercialización hasta llegar al consumido final, que se convierte así en el contribuyente de hecho o de facto. En general se acepta, y la experiencia así lo indica, que esta secuencia se cumple cuando se crea o aumenta la alícuota de un impuesto indirecto. Pero nada garantiza (salvo los supuestos de la competencia perfecta) que cuando se bajan las tasas los precios se reduzcan, especialmente en economías como la nuestra donde predominan mercados oligopólicos o monopólicos con una marcada inflexibilidad de precios a la baja.

Además, el efecto en el precio, si lo hubiere, sería por única vez, mientras el riesgo de que poco tiempo después se vuelva al precio anterior es bastante alto. Ni siquiera un estricto control de precios puede garantizar su perdurabilidad en el tiempo. En cambio, el Estado habrá perdido los recursos para siempre.

La eficacia de la propuesta tiene otros limitantes, como la diferencia, en general soslayada, entre la tasa nominal y la efectiva. El efecto de la reducción de la tasa nominal en la etapa final se atenúa por la existencia de alícuotas superiores en los anteriores eslabones de la cadena, por lo que la alícuota efectiva resulta superior a la dispuesta por la norma. Las exenciones representan un caso extremo: aunque se exima la venta al consumidor final, éste seguirá siendo el contribuyente de hecho del IVA pagado aguas arriba de la cadena.

En definitiva, la objeción principal pasa por comprender que no es lo mismo definir cuáles deberían ser las características ideales de un impuesto que decidir cuáles son las mejores recomendaciones de política para modificar un impuesto existente.

Por caso, si se pudiera garantizar que la reducción del IVA llegue a los estratos más vulnerables de la población, permitiendo ampliar su capacidad de consumo, sin que implique un beneficio para los estratos ricos, estaríamos ante una medida de política correcta. Lamentablemente, entre las propuestas que han tomado estado público hasta ahora, ninguna garantiza que se pueda alcanzar este resultado.(PÁGINA/12)