NOTA DE OPINIÓN
Las teorías económicas contra los argumentos del campo
La teoría económica pura rara vez es noticia. Sin embargo, para comprender el actual conflicto que enfrenta a las asociaciones rurales y al Gobierno es imperiosamente necesario desempolvar viejas controversias conceptuales. En efecto, a primera vista, la pelea entre el campo y el Gobierno parece ser una simple cinchada para apropiarse de una bolsa de recursos, tironeo que, fuera de los desbordes verbales de los protagonistas, no parece encerrar ningún misterio. Porque, siempre en el terreno de las apariencias, nada hay más natural que el planteo del campo: dicen que tanto sus productos como la totalidad de su precio les pertenecen por completo y cualquier intento del Estado de apropiarse una parte es una intromisión inadmisible o, como gustan decir, una “confiscación”. Sin embargo, doscientos años de teoría económica desmienten esta apariencia.
El argumento de las asociaciones agrarias en contra de las retenciones tiene tres pasos:
Como ocurre en cualquier negocio, el empresario realiza una inversión y en base a su inversión obtiene su producto;
Como ocurre en cualquier negocio, si los precios de venta de ese artículo se elevan, la ganancia adicional corresponde exclusivamente al productor. Nadie tiene derecho a meter la mano en el bolsillo ajeno;
Si el Gobierno pone un impuesto especial a una rama favorecida, está castigando al empresario que acertó al realizar su inversión y, sobre esa base, nadie querrá realizar nunca nuevas inversiones, ya que pensará que el Estado le va a quitar una parte si el negocio es exitoso.
De estos tres puntos se deduce que, aunque el campo esté atravesando una época de bonanza, ponerle impuestos especiales configuraría una intromisión indebida en la libertad de empresa, generaría incertidumbre y acabaría finalmente con la inversión.
La economía científica, no obstante, muestra con claridad aquello que el campo quiere negar: en la producción agropecuaria no ocurre lo mismo que en cualquier otro negocio. La diferencia es la siguiente. Si en una rama industrial se registrara un incremento de la demanda y un consecuente aumento de precios, los productores obtendrían ganancias extraordinarias. Pero en cualquier negocio estas superganancias serían sólo transitorias. Con el tiempo, podrían sumarse nuevas firmas que con una inversión similar producirían exactamente el mismo artículo en exactamente las mismas condiciones, aumentando así la oferta hasta que tal ganancia extraordinaria se esfumara. Sin embargo, autores como David Ricardo, fundador de la escuela clásica, o Alfred Marshall, fundador de la escuela neoclásica, señalaron que en la producción agrícola existe una diferencia sustancial: como la actividad se asienta sobre determinadas circunstancias climáticas y de fertilidad del suelo, a diferencia de otras ramas, ningún inversor puede reproducir esas mismas condiciones naturales, por más que hacerlo represente un excelente negocio.
Mientras las máquinas e instalaciones industriales se pueden producir en escala más amplia cada vez que sea conveniente elevar la oferta, las magníficas tierras de la pampa húmeda se pueden comprar o vender, pueden cambiar de manos, pero no es posible multiplicarlas. En el campo se puede ampliar la oferta, pero utilizando peores tierras. Condiciones naturales más favorables significan menores costos y las tierras argentinas históricamente han permitido producir con costos menores, en relación con otras zonas, incluso a escala mundial. Es por eso y no por la pericia inigualable de los terratenientes argentinos, que llegamos a convertimos en “el granero del mundo”.
Si bien el precio mundial del trigo, el maíz o la soja es el mismo para todos los vendedores, en algunas regiones de nuestro país los costos son muy inferiores. Mientras el precio de los productos industriales tiene, en términos generales, dos componentes: costos y ganancia, el precio de los productos agrarios tiene tres: costos, ganancia y renta del suelo. La renta es entonces equiparable a un precio de monopolio. Los dueños de las mejores tierras (como las de Argentina) se quedan con esa diferencia que no se debe a la inversión ni al esfuerzo sino a las condiciones naturales. La producción agraria no es como cualquier otro negocio, sino que podría decirse que en este sentido se asemeja mucho a la producción petrolera. En ambas existe una renta, un margen por encima de la ganancia normal debida al monopolio sobre ciertas tierras excepcionales.
Es por eso que, fuera de las tierras marginales, en Argentina existe una fuente de ganancias extraordinarias o, más precisamente, de renta del suelo que deja en las manos de los propietarios un monto adicional cuando los productos se colocan en el mercado mundial. Es falso entonces que las retenciones impliquen una confiscación de la ganancia legítimamente obtenida por los inversores, como en cualquier negocio. Las retenciones gravan básicamente ese adicional del precio sobre la ganancia normal que obtienen quienes producen en tierras excepcionales, como las de buena parte de Argentina.
Esta consideración teórica es, claro está, independiente del modo en que se utiliza la recaudación y lo es también del hecho de que quienes producen en zonas marginales (con los precios actuales la frontera se ha corrido significativamente) puedan recibir algún apoyo especial. Ante aumentos de los precios internacionales tan abruptos como los que experimentaron las exportaciones de nuestras exportaciones (la soja y el girasol casi se duplicaron en un año), lo razonable es aplicar impuestos que graven la renta del suelo. Los costos pueden haber aumentado, pero no se han duplicado, de manera que lo que creció es el componente renta. Las retenciones, aunque sean muy elevadas, pueden dejar ganancias razonables para el productor –similares y hasta superiores a las de otras ramas– y, además, mantener más bajo el precio interno de los alimentos. Aquí no está en disputa una porción de la ganancia, sino la renta del suelo originada en las condiciones naturales. Es cierto que los pequeños productores marginales sufren más y que puede brindarse un apoyo especial. Es cierto que debe discutirse el uso de los recursos. Pero es absolutamente falso que las retenciones sean una confiscación o un robo. Es estricta justicia distributiva.
Por Axel Kicillof
Economista, investigador UBA/Conicet.